Era
el verano del 94, hacía mucho sol y un calor sofocante. Había una
familia muy feliz que pasaba el día en la playa. Eran dos niñas las
que lo estaban pasando en grande. La más pequeña jugaba a la sombra
de una sombrilla con sus muñecas, a los pies de la hamaca de su
madre. Hacía poco que había llegado del hoyo que hacía las veces de "piscinita" que su padre le
había cavado con mimo y ahínco junto a la orilla.
La
mayor estaba sola jugando justo dónde rompen las olas, le encantaba
estar ahí porque se refrescaba sin agobiarse y sin tener que nadar,
le daba mucha pereza eso.
Le
encantaba jugar ahí con la arena, no le iban las muñecas, nunca le
gustaron, así que no jugaba con su hermana. Se divertía sola
haciendo montones de arena mojada y redondeándolos de manera
perfecta. Cogía un puñado de arena mojada y lo aplastaba en el
suelo para luego darle forma. Luego decidió hacer un castillo. El
castillo tenía cuatro torres, hechas con su cubo amarillo, una pala
rosa y un rastrillo verde que; como tenía tanto pelo y tan grueso, a
veces jugaba a fingir que era su peine. Era un pelo muy difícil de
domesticar. Hizo las cuatro torres, y las paredes del castillo,
dibujando la forma de las piedras cuidadosamente con una punta del
rastrillo, lo cual era muy difícil porque sus manitas eran muy
pequeñas para sujetar el rastrillo en tal posición, pero lo hizo.
Su parte preferida era elaborar los pináculos de las torres, ella
sabía que se llamaban así aún con su corta edad. Siempre
preguntaba a su padre por los edificios y los castillos que visitaban
cuando viajaban, era una niña muy curiosa y le gustaba saber cosas
de adultos para impresionar y llamar la atención.
Para
hacer los pináculos llenaba medio cubo con arena y la otra mitad con
agua, transportarlo le pesaba bastante y como era regordeta le
costaba cargar con el cubo. Luego sumergía la pala para atrapar la
cantidad justa de arena mojada y dejaba caer churretones de
arena sobre la superfície de la torre, hasta que creaba un pináculo
más o menos uniforme de lo más original; esa era su parte preferida
de hacer castillos. En el centro, una rama que hacía las veces de
árbol y de bandera y, por supuesto, un foso con agua en el acceso a
la puerta levadiza principal.
Su
padre la observaba sin que ella prestara mucha atención, lleno de
amor, lleno de admiración, básicamente porque él le había
enseñado a hacer esos pináculos y ningún niño de su edad sabía
hacerlos tan bien.
Dejó
acabado el castillo, le apetecía jugar a la pelota. Tenía una
pelota en forma de tomate. Era una pelota hinchable color naranja de
la marca de carretes fotográficos AGFA y eso precisamente era lo que
ponía en letras negras sobre un fondo blanco en una de las cuñas
esféricas de la pelota. En el casquete esférico superior por dónde
estaba la boquilla para hincharla, había unas protuberancias verdes
de plástico que emulaban a las del rabillo de un tomate. Le
encantaba esa pelota, le hacía muy feliz, fue un regalo de papá por
acompañarle a hacer el recado de recoger unas fotos reveladas.
Siempre la recompensaba por acompañarle; con algún regalo, con ir a
un parque nuevo, o con un Laccao bien fresquito en la barra de
algún bar. Si se portaba muy bien- ( y normalmente lo hacía)-, la
dejaba sentarse en el taburete de la barra, eso la hacía sentirse
mayor y más cerca de él para hablar, le encantaba imitar a los
adultos y los adultos podían sentarse en un taburete de la barra.
Además sentarla allí implicaba confianza en ella, su padre confiaba
en que se comportaría y en que no se caería del taburete porque ya
era mayor y podía sentarse ahí sin peligro.
La
niña cogió la pelota para jugar. El juego consistía en cogerla y
tirarla al agua a una distancia cercana de la orilla, entrar en el
agua coger la pelota y tirarla fuera para volver a cogerla y lanzarla
de nuevo al agua y así sucesivamente. A veces la pelota se iba un
poco más lejos de lo esperado debido a las olas y entonces tenía
que nadar un poco, pero no pasaba nada porque siempre conseguía
recuperar la pelota. De repente sucedió que la pelota fue bastante
lejos.
Ella sabía nadar gracias a las clases de natación a las que
le obligaban a ir por la escoliosis leve de su espalda, así que nadó
hacia la pelota pero cómo le entró sal del agua del mar en los
ojos, la empujó sin querer y se fue aún más lejos. Y siguió
nadando, pero esta vez tragó agua, sabía que si se “ahogaba”-(era asmática)- le
caería una buena así que comenzó a llorar por la impotencia de no
ser capaz de llegar al tomate ni de recuperarlo, empezando a entender
con rabia que lo había perdido... Dio media vuelta buceando, le
gustaba más nadar por debajo del agua que en la superficie, con la
barriga rozando la arena, le resultaba muy relajante, pero no
entonces, porque estaba llorando y tenía un nudo en la garganta, había perdido el tomate que le regaló papá, se iba mar adentro y nada podía hacer.
Salió del agua y fue llorando hacia dónde estaban sus padres y su
hermana. Se secó los ojos con su toallita infantil; era blanca y
tenía una capucha en uno de los picos de la toalla. En el reverso de
la capucha, había un patito amarillo, se puso la capucha y la toalla. Le quedaba colgando a modo de capa, como cuando los niños juegan a
ser súper héroes. Se envolvió en la toalla, tener la cabeza
cubierta y la espalda arropada le hacía sentirse protegida, como a
todos los niños -(y también a algunos adultos)-.
-¿Por
qué lloras?- dijo su padre muy afligido, siempre que una de sus
hijas lloraba algo se quebraba dentro de él, se le notaba en los
ojos.
-¡Mi
tomate! Se lo ha llevado el agua...-No podía contener el llanto, se
ahogaba, siempre le pasaba por los nervios al llorar.
-¿Dónde?-
dijo su padre, que ya se estaba quitando rápidamente la camisa manga
corta que no llevaba abotonada.
-Allí,
dónde he hecho el castillo, -musitó entre sollozos- se lo lleva el agua-lloró-...
-Quédate
aquí, voy a buscarlo.-Dijo muy serio antes de correr hacia la orilla.
La
niña paró de llorar en el acto. Tenía una fé ciega de que su
padre solucionaba todo siempre. Como todas las hijas respecto a su
padre, sólo que su padre siempre lo hacía. No había nada que él
no pudiera lograr, nada que no le consiguiera a su hija por difícil
que fuera. Así que la niña paró de llorar porque sabía con
certeza que volvería a tener su tomate en unos instantes, era un
hecho.
-¡Noooo!-
gritó su madre con la histeria que le caracterizaba ante situaciones
“problemáticas”-¡cariño no vayas que te ahogarás!-insistió
sentada en la hamaca pero sin levantarse.
La
niña miró a su madre con desdén porque su padre era un superhéroe. No
iba a ahogarse porque sabía nadar y le iba a traer la pelota, pensó
que era una exagerada como siempre.
La
niña desoyendo las órdenes de su padre se acercó a la orilla y se
quedó allí de pie, observando pacientemente. Miraba a su padre,
éste estaba nadando todo lo deprisa que podía en dirección al
tomate. Ya estaba cerca, pero no lo alcanzaba. Las olas arrastraban el
tomate mar adentro. La niña abría los brazos en cruz, cogiendo su
toalla con las manos y bajando los brazos otra vez mientras se tambaleba alante y atrás sobre las plantas de sus pies, estaba
impaciente por ver llegar a papá y al tomate. Unos gritos la sobresaltaron. Era su madre.
-¡Deja
la pelota! ¡Te ahogaráaaaas! ¡Que alguien ayude a mi marido por
favor, se ahoga! ¡SOCORRRO!-gritaba.
La
niña no creía lo que oía, su padre era un súperheroe y si le
había dicho que iba a buscar el tomate era que lo traía de vuelta,
no se iba a ahogar. No obstante el corazón le latía muy deprisa y
empezó a tener frío por los nervios. Miró a su madre la cual
estaba llorando y gritando y miró a su padre, pensó que estaba muy
gracioso nadando haciendo el perrito, pero ya no iba en dirección al
tomate se había quedado parado en el agua haciendo el perrito sin
avanzar ni retroceder, se hundía un poco y salía escupiendo agua.
-”¿Por qué no seguía hacia el tomate? Ya estaba muy cerca”-
pensó la niña. Entonces, la niña comprendió que su padre estaba
cansado, cuando ella no podía más en natación hacía lo mismo; se
hundía un poco y salía y escupía agua porque le costaba
respirar... Tal vez su padre se estaba ahogando por su culpa. Los gritos de su madre interrumpían sus pensamientos, su
madre la estaba asustando, verla llorar le producía desasosiego.
De
pronto la niña vio una barca de Cruz Roja pequeña con dos hombres
a bordo, iban hacia su padre, eso la asustó y se quedó perpleja
observando la escena con la mandíbula apretada “¿se ahogaba?”
ella había visto gente ahogarse en la serie “los vigilantes de la playa”
¿tendrían que hacerle el boca a boca y vomitaría agua y se
salvaría? ¿Y sino...? Tenía que salvarse por la noche iban a
hacer patatas fritas onduladas y albóndigas juntos... ¿por qué
tardaban tanto?, ¿por qué había ido a por el tomate? Era todo culpa
suya... Estaba muy asustada, de pie en la orilla con su culetín azul
marino con margaritas blancas en los laterales, mordiendo la toalla,
trayéndola hacia su boca con la mano. Sus enormes ojos azules se
hicieron el doble de grandes y ellos junto a su “coleta de cebolla”
- (era el único peinado que sabía hacerle su padre; cogía todo el
amasijo de pelo en la parte superior de la cabeza y enrollaba una
goma alrededor, de ahí el nombre”). Le confería el aspecto de un
Furby muy asustado.
Los
socorristas de la barca cogieron a su padre, uno se tiró al agua y el
otro que quedó en la superfície Extendió el brazo para que el padre de
la niña lo cogiera, subió a la barca el pobre hombre un tanto apabullado
y lo arroparon con una toalla. Padre e hija tenían el mismo aspecto
con la toalla, ambos tan pequeños... Llegaron a la orilla, el padre
habló unos instantes con sus rescatadores, estaba muy triste y se fue con la toalla y
los ojos rojos por la sal hacia su hija que no era capaz de abrir la
boca.
Al
fin la niña dijo con valentía:
-Mamá
decía que te ahogabas, ¿te estabas ahogando? Eran los vigilantes...
-No
cariño-le sonrió ampliamente su padre- ¡qué va! ¿no conoces a tu madre? Estos señores han venido
a buscarme para ir a por tu tomate, no porque yo me estuviera
ahogando. Ellos irán a buscarlo para ti, yo les hacía señas para poder explicarles dónde estaba.
-¿Pero
y entonces porque no lo han traído ahora?
-Porque
tu madre gritaba y han pensado que estaba nerviosa y han venido a
dejarme aquí, pero ahora irán con esa barca a buscar tu tomate y
nos lo traerán.
-¿Y
los vigilantes van a buscar todas las pelotas que pierden los niños?
-Claro
hija, pero no todos los padres lo piden y yo se lo he pedido por
favor, así que tienes que darles las gracias y siempre pedir todo por favor, ¿de acuerdo?
La
niña quedó convencidísima de que su padre no se estaba ahogando
minutos antes, creyó plenamente la historia que su padre le contó
para protegerla cómo siempre hacía y el día transcurrió sin más
sobresaltos.
Por la noche hicieron patatas onduladas con el cortador
especial que ya le dejaban manejar y su hermana y ella prepararon
albóndigas muy pequeñitas cómo les gustaban y filetes rusos, se
fueron a la cama juntas. Su padre les leyó un cuento, les dio un beso, las arropó y les
dio una palmadita en el culo sobre la colcha cómo siempre solía
hacer y luego apagó la luz.
A
la mañana siguiente, volvieron a la playa. Y se reprodujeron las
actividades que todos habían desempeñado el día anterior, el padre
de las niñas fue a la orilla, dónde estaba la mayor.
-Ven.
La
niña ya se levantó y dejó todo allí.
-¿Dónde
vamos?- preguntó mientras le cogía la mano.
-Ahora
verás, tú ven- le encantaba cuándo su padre era también un niño
y se traía algo entre manos. Caminando unos metros y saliendo de la
arena llegaron a una de las casetas de Cruz Roja y su padre exclamó:
-A
ver ¡aquí hay una niña que ha perdido un tomate!
-No
es un tomate papá- dijo con rabieta infantil porque no soportaba las
frases o palabras mal dichas y su tomate era una pelota, no era
adecuado referirse a un tomate hablando con gente que no sabía que
el tomate era en realidad una pelota, eso le haría parecer un bebé
que no habla bien-. Es una pelota que tiene forma de tomate y es
color naranja...- Corrigió con desdén a su padre que no daba crédito.
Uno de los vigilantes miró a lo
alto de una estantería, allí estaba; unos prismáticos y su tomate al lado.
-Bueno,
pues eso -concedió su padre, sonriendo.
El
vigilante dio el tomate a la niña que tenía una inmensa sonrisa de
felicidad, no le dijo nada a su padre pero ella se alegró de verlo
de vuelta con la barca y se alegró tanto que le daba igual el
tomate, estaba dispuesta a sacrificarlo porque su padre volviera y nunca lo dijo porque tenía siete años.
-¿Qué
se dice?
-Muchas
gracias señor vigilante por recuperar mi tomate. ¿Se había ido muy
lejos?
-Bueno...
Un poco.
-Vaya... Siento las molestias. Pero bueno cómo han ido en barca a buscarlo, seguro que no ha
parecido que iban muy lejos. ¿verdad?
El
vigilante miraba atónito a la niña, no daba crédito
a cómo le hablaba.
-Pues
nada, diles a estos señores que no volverás a perder el tomate ni a
molestar.
-Pero
papá, ¿tú no decías que iban a buscar todas las pelotas que
perdían los niños con las barcas? Si ese es su trabajo yo no les he
molestado ¿a qué no? -dijo la niña mirando al vigilante buscando
refuerzos.
El
vigilante miró al padre que aunque la niña no lo estaba viendo
tenía cara de circunstancia mitad entre, “tierra trágame” esta
niña no se calla nunca y mitad “por favor que el socorrista no
diga la verdad”.
El
socorrista comprendió todo muy bien y dijo:
-No
señor, no molesta es nuestro trabajo.
Y
se fueron juntos de allí, padre e hija, porque mi padre siempre lo lograba todo.
Todo menos lo más importante, vencer el cáncer y quedarse conmigo.